jueves, 27 de mayo de 2010

camino a los columpios


Caminamos al parque, los tres, tomados de la mano. Macarena se sostiene alzando sus manos a cada uno de nosotros y levantando los pies en las esquinas para pasar la vereda colgando de nuestros brazos. Me encanta cuando lanza sus piernas hacia delante y su cabeza hacia atrás mostrándonos su rostro sonriente y sus grandes ojos brillantes flotando en el aire y dejándose sostener con esa confianza que le permite entregarse plenamente. Tras un par de cuadras y sonrisas, llegamos al viejo Parque Cívico de la ciudad limitado por dos pequeñas edificaciones de piedras grandes y pesadas, seguramente traídas y colocadas por indígenas hace ya casi 500 años atrás. “Ahí ta, ahí ta” grita al acércanos a la esquina y forcejea para soltarse de su madre y apuntar con el dedo hacia los juegos que la esperan, hasta lograr salir corriendo a los columpios.

Cada vez que vengo, me sorprendo con las nuevas palabras y movimientos que va agregando a su repertorio para salir a los escenarios. Ya han pasado casi dos años desde su nacimiento, y un poco más desde que perdió a su tía que no alcanzo a conocer y se llevo su taza con ella. Aún no me dice tío, pero siento que cada vez le cuesta menos acostumbrarse a mí en mis visitas mensuales. Me gustaría venir más o incluso venirme a vivir con ellas, quien sabe, quizás el próximo año cuando termine mí actual trabajo pueda postular a alguno por acá y llenar mi vida y mis días de sorpresas y nuevas vidas.

miércoles, 19 de mayo de 2010

··· despegue ···


Me siento en la terraza, en una silla mecedora de madera, herencia de mi abuela. Coloco algunos libros sobre la mesa de vidrio y el notebook entre mis piernas. Es la primera vez que salgo a tomar algo de aire tras cuatro días de gripe. Me pregunto como es que justo ahora, en el momento más inoportuno, mi cuerpo me traiciona e inmoviliza postrándome en cama. Al menos he podido dedicarme a leer bastante y ver algunas películas que tenía pendientes en los ratos que me ha bajado la fiebre. Escribo bajo techo, alzo la mirada y me detengo a mirar los gorriones en el pasto al costado del sector cubierto por las hojas secas de los castaños. Un suave soplo de viento entra de frente por lo que subo el cierre de mi poleron de polar hasta hundir mi mentón en su interior y morder el ganchito con mis labios para cubrir todo mi cuello y así no volver a resfriarme.

Hace ya varias semanas que cerré mi blog anterior y gracias a los mails que llegaron preguntando qué pasó y a mi obsesión por escribir, he decidido volver a abrir uno nuevo. El anterior estaba demasiado cargado de fantasmas, ausencias y pasados, pasados demasiado pesados para seguir escribiendo en el.

Hoy me levanto y vuelvo a escribir, en esta terraza que ya no es la misma, en este nuevo escenario en que todo ha cambiado, salvo por el viento que permanece intacto, salvo por las olas que van y vienen; o quizás si, quizás ya no sea el mismo viento ni las mismas olas. Es por eso que escribo, escribo para volver y es que escribiendo vuelvo a sentir, vuelvo a replegarme para luego partir, cerrar la pantalla y despegar junto a los gorriones que surcan el invierno.

Caminante.